La Playa de la Franca, un lugar que he visitado innumerables veces, siempre me recibe con una sensación de asombro y familiaridad. Cada visita es única, como si el mar y las montañas conspiraran para tejer una experiencia distinta cada vez.

Las montañas flanquean la playa, creando un escenario majestuoso. Cuando la marea baja, puedo caminar hasta las cuevas escondidas en los acantilados. Es como explorar un mundo secreto, donde las olas han tallado pasadizos en la roca. En esos momentos, me siento parte de algo más grande, conectada con la naturaleza y su historia.

El chiringuito «Los Emilios» se alza cerca de la orilla. Allí, con una cerveza fría en la mano, observo cómo las olas rompen con fuerza contra las rocas. El sonido es hipnótico, y me sumerjo en la belleza cruda del océano. A veces, estoy acompañada por amigos, compartiendo risas y confidencias. Otras veces, solo llevo un libro y me pierdo en sus páginas mientras el sol se pone.

En invierno, la playa se transforma. El viento azota con más fuerza, y las olas rugen con ferocidad. Estoy sola, con kilómetros de arena desierta ante mí. El agua turquesa, tan característica de Asturias, parece aún más intensa bajo el cielo gris. Me envuelvo en mi abrigo y camino, sintiendo la energía del mar y la soledad que me rodea.

Recuerdo una tarde con mis hijos, cuando compartimos una raja de melón en pleno verano. El dulce sabor se mezclaba con la sal del aire, y reíamos mientras el sol nos acariciaba. Esos momentos sencillos, en los que el tiempo se detiene y la felicidad se vuelve tangible, son los que atesoro.

La Playa de la Franca es más que un lugar físico; es un refugio para el alma. Cada visita es una oportunidad para reconectar con la naturaleza, conmigo misma y con los recuerdos que he tejido en sus arenas. Y así, con pasión y emotividad, sigo volviendo a este rincón de maravillas. 🌊☀